Me encanta septiembre. Tiene esa luz, ese color… además significa el fin del verano cuando (al menos yo) ya estamos hartos del calor y huele a comienzos. Es lo que tiene vivir en una ciudad universitaria, que nuestra vida se rige por cursos y no por años, y no sólo ahora que he vuelto a las aulas. El lunes empezará un nuevo curso académico en la Facultad y yo despido este fin de semana el verano con algunos de mis amigos de la Universidad, a los que ese «cubo de óxido» unió hace ahora 18 años.
Y es que este post va precisamente de efemérides. Hace poco me di cuenta por casualidad, viendo una vieja foto que este 2017 hace ni más ni menos que 20 años que me vine de Salamanca. Probablemente, ese septiembre de 1997 fue el septiembre que menos me gustó en mi vida. Nos acabábamos de mudar, por primera vez empezaba el curso fuera de mi cole y de mis amigos desde los 3 años, mis padres me habían dado a elegir entre calle o tumba (chiste que entonces me parecía muy ingenioso, ya que nos mudábamos a la calle Otumba) y… además me acababan de operar de la rodilla con lo que no sólo iba a ser la nueva de ese instituto que parecía un queso gruyer por los agujeros en la pared sino que además iba a ser la coja (pronto descubriría que además la empollona, ¡perfecta combinación!).
La verdad es que finalmente esos dos años en el Uribarri no fueron tan terribles, de ellos conservo bonitas amistades, las rodillas se curaron y en menos de un mes mi promesa a mis padres de volverme asocial y no salir de casa había expirado. ¡Desde entonces es en Salamanca donde estoy en mi salsa!
Y de Ávila tambień conservo bonitas amistades. De hecho, yo sigo diciendo muchas veces que soy de Ávila aunque allí no me quede ninguna familia de sangre. Queda familia de esa que tu eliges y además, queda una bonita infancia con personas importantes que hacen que sea quien soy hoy. Se lo comentaba hace no mucho a Borja, a quien me crucé hace no mucho en un tren. Estoy escribiendo mi tesis sobre la Economía del Bien Común y si busco cuándo me empezaron a interesar estos temas, recuerdo a mi profesora de 5º de primaria (Dolores, la madre de Borja) que me hizo reportera oficial de la Cumbre de Río para todo el colegio porque le dije que yo quería ayudar a la naturaleza. Me acuerdo de esas firmas para poner contenedores de pilas en Ávila que recogimos sin DNIs, pero que José María, el padre de Isabel Monforte nos dijo que llevó al Ayuntamiento y que gracias a nosotros los pondrían. Me acuerdo de Don Jesús ese cura bueno que nos animó y nos ayudó a construir un muro de cartones de leche que separaba Europa y África en la plaza de El Grande. Por 100 pesetas podías ayudar y quitar un «ladrillo» del muro. Recaudamos un dinerito y… era una buena excusa para entrar en El Dioce a pedir los cartones de leche vacíos.
La foto que desde entonces sigue en mis casas enmarcada tiene una dedicatoria en boli rosa:
No nos quites de aquí, que sepas que te queremos mucho y que siempre estaremos aquí cuando nos necesites. No nos olvides de parte de todos. Muchos besos. Tus amigos.
Este septiembre también hace 10 años que decía que estaba viviendo «una montaña rusa emocional». Esto ya me lo ha chivado Facebook, que ya estaba allí. La cosa es que hace 10 años volví de mi primera aventura laboral que duró algo más de dos años en Brighton, en Proporta. Fueron años intensos, raros, aventureros, apasionados, ¡mágicos! Tengo millones de recuerdos de esa época, un puñado de conocidos entrañables pero no conservo de ellos amigos de esos que cuentas con los dedos de una mano. Quizás porque se me habían acabado los dedos de las manos con los sumados en la época universitaria o, quizás porque en esa época todos nos estábamos inventando, mutando, jugando y Brighton es la mejor ciudad para eso. ¡Ella es mi gran amiga! I want to go to the sea side…Como curiosidad, por la casa de Wilbury 67 pasaron casi todos los de los dedos de la mano. Los de Ávila, los del Uribarri, los Erasmus, los de la Uni… De hecho se produjeron bonitas nuevas conexiones Ávila-Uribarri que duran hasta hoy.
Y como decía al principio, hace 18 años que empezamos la universidad, con 18 añitos. El lunes empiezo mi tercer curso como profe duplicando esa mayoría de edad con una gran sonrisa y con al menos dos lecciones aprendidas: siempre hay que estar listo para los cambios, porque buenos o malos nos hacen crecer y aprender y… cambiar de etapa no implica perder nada, sino llenar más una mochila que paradójicamente nos permite viajar más ligeros por la vida.
Ah, se me olvidaba, hay una tercera lección: soy una persona muy afortunada.